La vida de los beatniks fue de verdad una experiencia atlética. Sin duda, cuando llegaron al punto de partida, ya habían conseguido dar los saltos y los giros más monumentales que una vida puede dar. Ellos, en lo más denso del alma, habían trapasado todas las barreras, habían saltado toda cerca de moral. Se había destrozado al mundo. Para librase del egoísmo, para quebrarse a sí mismos, para probarse y reaprobarse únicamente desde sí. Se habían perdido. Habían encarnado el demonio de todo los prejuicios: fueron pobres, drogones, judíos, marxistas, ratas, delincuentes, sucios, homosexuales, fueron negros, vagos, marginales, locos, pervertidos, asesinos, violentos, sin rumbo: fueron orilleros desmedidos, prostitutos, ladrones y músicos de jazz. Lo fueron, a pesar de sus mamás omnipresentes, de sus papás de religión, trabajadores, de sus borrachas esposas y la bala en la cabeza. Llegaron a ese punto donde ya no queda nada a lo que atarse, y se encontraron de frente a lo único que existe, lo que persiste, lo único que importa a fin de cuentas y no falta a la verdad: el amor.

Jack Kerouac vagando por la East 7th Street después de visitar a Borroughs en su casa, pasando por la estatua del congresista Samuel “Sunset” Cox, “El Amigo del Cartero” en el Tompkins Square hacia la esquina de la Avinda A, Lower East Side; está haciendo una cara de loco-Dostoyevsky o un bajo de ruso be-bop Om, primero caminando alrerdedor del vecindario, después envuelto por The Subterraneans, lápices y anotadores en los bolsillos de un pulovercito, Otoño 1953, Manhattan.
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Fueron sobre todo: Amistad & Energía Erótica.
Remedio infalible contra el Napalm. Cimbronazo vital en expansión continua. Sin aburguesadas limitaciones. Sin futuro y sin prejuicios. Sin planes. Estado completamente Zen del corazón, capaz de enfrentarse a la Muerte Misma sin temerle. Porque se sabe indestructible. Dinámico e indestructible, flujo de amor sin destino. “Beat” constante que pulsa loco en el cuerpo, que insiste desquiciado en el lenguaje. Música. Ritmo fuera de sí, paso adelante, prendido en la alegría y el dolor que punza siempre el corazón de toda fiesta.
Peter Orlovsky frente a la tumba de James Joyce, Zurich Suiza Diciembre de 1980, subimos hasta el cementerio y encontramos la estatua de Joyce cubierta de nieve. Le cepillamos la cabeza. |
“Drugstore prints”
Allá por los ’50 Allen Ginsberg se había comprado una camarita. Una Kodak Retina de segunda mano que lo acompañaría por una década y fotografiaría sus momentos y los de su troupe de amigos para la eternidad: pequeños apuntes visuales para sus poemas, revelados en algún bolichito, sin intención de fama o celebridad. En los ’80 él se reencontraría casulamente con aquellos negativos, para volver a revelar ese mundo que ya formaba parte de la historia -la personal, la literaria- y se atrevería entonces a continuarlo, con más fotos y con evocativas notitas al pie.

W. S. Burroughs descansando en el patio de su casa mirando el cielo. Vacío eterno Lawrence Kansas 28 de Mayo de 1991. Pero “el auto lo fecha” notó cuando miró esta foto. |
Ahora mismo, desde el 2 de mayo y hasta el 6 de noviembre, allá lejos -avión visa y frontera por delante- The National Gallery of Art, en Washington, está exhibiendo estas fotitos adoradas y preciosas, que, incluso tras la seguridad láser del museo, todavía restallan la libertad de vida y la energía poderosa del amor que, en un momento sagrado -como es todo momento pavo de la vida- supieron capturar
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